“El olor del agua”
Hay muchas formas distintas de felicidad, que pertenecen al grupo de cosas de las que no se puede hablar con propiedad: el golpe de placer avasallador, o la plenitud posterior, la tranquilidad de la contemplación; la consecución de metas, lo que queda después de la lucha por unos objetivos, o la ausencia del deseo, la mirada del amado, de una unidad coherente antes nunca vista. Muchas formas que, siguiendo mis intereses, se pueden resumir en dos.
Hay una felicidad animal, que es la forma más intensa, más embargante, en la que se pierde la conciencia de uno mismo. En ella no hay lugar para la reflexión. Es una forma de felicidad inconsciente, sin rastro, estúpida, no recordable. Te posee sin que puedas hacer nada por poseerla. Está libre de todo tipo de preocupaciones porque una de sus mejores virtudes es la estupidez. No puede tener conciencia del paso del tiempo porque no tiene conciencia de casi nada. Está fija, clavada en un punto, dominada totalmente por una pulsión avasalladora. No importa que se acabe porque tiene una falta total de dimensión temporal. Es inconsciente, no deja huellas en la memoria, casi no existe. Sólo se la puede conocer por sus efectos, observándola desde fuera. No hay en ella lugar para el miedo, para la duda, para poder sentir el dolor de su perdida.
La otra forma de felicidad es más complicada, encierra sentimientos encontrados de plenitud y de fuga. Recuerdo dos ocasiones que pueden ser significativas. Estoy con la puerta entreabierta, bajando de un piso a otro de la casa, sintiendo la armonía de la familia de mi abuela, el espacio del hogar y sus moradores. Noto la existencia estable de todo el edificio. La imagen se produce en el quicio, en el umbral de salida. En la otra ocasión, están las niñas saltando a la comba, mientras cantan. Ha llegado el verano. Mi hermana entra, en el arco que forma la cuerda, perfectamente sincronizada, bajo la sombra de un olmo. Son momentos de una relajación clarividente, de una consciencia intensa del presente efímero. Se articula en dos movimientos íntimamente ligados: el ser, y la conciencia de ese ser, que está definido por su estado de felicidad. Al sentimiento de plenitud va ligada una profunda y melancólica percepción de la fugacidad. Se vivencia un equilibrio inestable entre el instante detenido y el inexorable paso avasallador del tiempo. Y queda grabado en la memoria como una instantánea fotográfica. La conciencia de la felicidad desencadena el miedo a que desaparezca: sentimientos contradictorios provocados por el deseo imposible de sujetar lo efímero. Nos embarga la nostalgia del presente.
Es curioso que inmediatamente después o, incluso, a la vez que sentimos una unión total con lo que nos rodea, que puede ser también una unión con el otro, la felicidad nos aísla, nos hace sentir irremediablemente separados del resto de lo existente. Es una sensación personal, unívoca e intransferible. Una fina película se interpone, ciega, frente a nuestro deseo de que esa unidad intuida pueda hacerse real. Y se teje a partir del momento en que la felicidad se hace consciente. La felicidad es un movimiento contradictorio que nos separa del otro cuando más unidos creemos estar. Es un estado de comunicación total mediatizado por la evidencia de nuestra total incomunicación. Poderosa nostalgia.
La felicidad es como una imagen eternamente efímera en la que el tiempo se detiene o, más bien, se enraíza en la figura espacial que delinea nuestro entorno. La fugacidad se hace presente. Tiene todas las características de esa breve forma de la poesía japonesa que es el haiku. Estas cortísimas composiciones de tres versos reducen la descripción de un suceso a una imagen (o la amplían). Por el grafismo, más que de un escrito, se trata de un dibujo. Reflejan un instante tan pleno como contradictorio, en el que la naturaleza está presente a la vez que se quiebra. En el haiku la palabra lucha contra sí misma oponiéndose a su narratividad, buscando la unión imposible entre la imagen de lo real y el símbolo que la sustituye, entre el acontecer del espacio y la forma material del tiempo. Es el dibujo de una palabra, la imagen de un tiempo. La poesía es siempre una negación del lenguaje.
Una hoja se desprende del árbol y por un momento, que se hace eterno, es atravesada por un rayo de luz que se ha filtrado desde las copas. Un temblor profundo nos agita con la misma intensidad que a esa hoja. El espacio y el tiempo son dos caminantes que, a pesar de que van siempre juntos, nunca se tocan. Sólo por un instante hemos creído ver la flecha del tiempo atravesando la fina membrana de la imagen que nos envuelve. Nos parece oír que un discreto susurro, un diálogo largamente esperado, se ha establecido entre los dos paseantes que, por una vez, se han mirado a la cara. El defecto, el error, es sólo nuestro. Los dos personajes sólo caminan por nuestro interior. Nuestra forma de conocer se desarrolla gracias a la separación de esos dos caminantes, a su condena de no encontrarse jamás. Únicamente cruzan su mirada en alguna encrucijada inesperada.
No sabemos a ciencia cierta cuál es el método, no se la puede desear, aparece sin previo aviso. Es ella la que nos posee y a nosotros a quienes se nos escapa entre los dedos cuando la queremos sujetar. Pero debemos evitar describirla en dos movimientos, ya que una de las cosas que mejor la definen es su contradictoria unidad. Seguramente huele a agua.
Gabriel Rodríguez